Julio era un escritor de éxito. Con sus obras Julio había entrado por la puerta grande, bien pudiera ser la de Tannhäuser, en el Olimpo de la Gloria y la Inmortalidad. Porque Julio, mi Julio, escribía palabras que al leerlas y pronunciarlas te arropaban el alma, o te daban una sacudida telúrica, y tu ya esa noche, a las tantas de la madrugada eras ¡zas!, otra persona, tal vez mejor, y seguro que más sabia. Y no tenías ya ni frío ni miedo. Porque Julio de noche, desde ese remoto confín del Olimpo del Arte que está más allá de las famosas puertas de las que decía Roy Batty, el replicante, te hablaba con frases de amor en glíglico, esa lengua mágica, como la Maga, que solo entienden aquellos que se aman mucho y bien:
«Apenas él le amalaba el noema, a ella se le agolpaba el clémiso y caían en hidromurias, en salvajes ambonios, en sustalos exasperantes. Cada vez que él procuraba relamar las incopelusas, se enredaba en un grimado quejumbroso y tenía que envulsionarse de cara al nóvalo, sintiendo cómo poco a poco las anillas se espejunaban, se iban apeltronando, reduplimiendo, hasta quedar tendido como el trimalciato de ergomanina al que se le han dejado caer unas fílulas de cariaconcia».
Así durante años, y siglos, ávidos lectores, jóvenes y viejos, ellas y aquellos, volverían a pensar sus pensamientos, a reír y a llorar con sus historias, como nosotros, los ávidos lectores del siglo XXI hacemos con Mateo Alemán, con Shekaspeare o con Molieré. Por eso, al terminar de leer el libro de Julio, entendí que estaba profundamente enamorada de él. Que su voz, sus palabras, eran ya de lo amadas casi mías. Un día pensé tontamente que necesitaba conocerle mejor, y me puse a buscar un médium en la Guía arborícola de médiums. Pero entonces Julio me habló en sueños:
«Apenas él le amalaba el noema, a ella se le agolpaba el clémiso y caían en hidromurias, en salvajes ambonios, en sustalos exasperantes. Cada vez que él procuraba relamar las incopelusas, se enredaba en un grimado quejumbroso y tenía que envulsionarse de cara al nóvalo, sintiendo cómo poco a poco las anillas se espejunaban, se iban apeltronando, reduplimiendo, hasta quedar tendido como el trimalciato de ergomanina al que se le han dejado caer unas fílulas de cariaconcia».
Así durante años, y siglos, ávidos lectores, jóvenes y viejos, ellas y aquellos, volverían a pensar sus pensamientos, a reír y a llorar con sus historias, como nosotros, los ávidos lectores del siglo XXI hacemos con Mateo Alemán, con Shekaspeare o con Molieré. Por eso, al terminar de leer el libro de Julio, entendí que estaba profundamente enamorada de él. Que su voz, sus palabras, eran ya de lo amadas casi mías. Un día pensé tontamente que necesitaba conocerle mejor, y me puse a buscar un médium en la Guía arborícola de médiums. Pero entonces Julio me habló en sueños:
-No hace falta que ningún médium te lleve hasta mí, querida Ada. Ya que cada vez que abres un libro mío, cada vez que tus labios murmuran apenas una palabra escrita por mí, estoy contigo. Y como no sabías disimular me di cuenta en seguida de que para verme como tu querías era necesario empezar por cerrar los ojos.
Y es que Julio Cortázar y yo hacíamos tan buena pareja… que qué importa que él hubiera nacido muchos años antes que mis padres.
Ada, Sevilla.
Ada García, colaboradora habitual de albacetealdia
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