La anciana vendedora de globos

Era un abrasador día de junio en mi ciudad. El sol parecía decidido a derretir todo lo que tocaba, y las sombras eran un consuelo escaso. Caminaba por las calles empedradas cuando la vi, una anciana sentada bajo una sombrilla desgastada. Vendía globos de colores que ondeaban ligeramente con la brisa caliente. Su cara estaba marcada por las arrugas de la vida, y su ropa humilde contaba una historia de penurias.

Me acerqué a ella y noté la tristeza en sus ojos. Suspirando, la anciana dijo: "Antes vendía mucho, niño. Los globos eran un lujo que muchos querían. Ahora, nadie los quiere. Ya no se vende nada." Su voz era un susurro que se mezclaba con el zumbido del calor.

Mientras hablábamos, un padre y su pequeña hija se acercaron. La niña, con ojos llenos de ilusión, señaló uno de los globos. "Papá, ¿me compras uno?" preguntó con la esperanza brillando en su voz.

El padre miró a la anciana y luego a su hija. "No, no podemos gastar dinero en eso," respondió firmemente. La decepción nubló los ojos de la niña.

Movido por la compasión, me dirigí al padre. "Si me permite, me gustaría regalarle el globo a su hija," ofrecí.

El padre me miró sorprendido pero asintió. "Si usted quiere," dijo, sin más.

Compré el globo y se lo entregué a la niña. Su cara se iluminó con una sonrisa radiante. "Gracias, señor," dijo con una voz llena de alegría.

Miré al padre y le dije: "Hoy su hija tiene el globo que la hacía ilusión, y la señora al menos tendrá para comprar una botellita de agua." El padre asintió, comprendiendo el pequeño acto de bondad.

La anciana me agradeció con una mirada de profunda gratitud mientras se guardaba el dinero en su bolsillo. Al caminar alejándome, sentí que el calor era un poco más llevadero, como si el simple gesto de compartir hubiese aligerado el peso del día.

Y así, en ese abrasador día de junio, una niña se fue a casa con un globo de colores, y una anciana tuvo un poco de consuelo en su ardua jornada.