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Con la expresión “cinturón rojo” se denominó a las barriadas del extrarradio metropolitano y a las ciudades-dormitorio que a finales de los 50 acogieron a la emigración agraria y suministraron mano de obra a las industrias que florecieron en toda Europa cuando empezó la recuperación tras la II Guerra Mundial -en España de la guerra “incivil”, como la denominó Unamuno-.
Dichas barriadas y ciudades periféricas fueron en los 60 y 70 epicentro de las luchas obreras y sociales que en el caso español horadaron, junto al movimiento estudiantil, la dictadura franquista en sus últimos coletazos.
Ya en los 80 aquellas zonas constituyeron el “caladero” de votos de la izquierda. Madrid, Barcelona, Bilbao… tenían sus cinturones rojos que daban la victoria electoral a la izquierda clásica, PSOE y PCE.
¿Qué ha pasado desde entonces? ¿Porqué aquellos feudos tradicionalmente de izquierda se han derechizado? El fenómeno no es nuevo. Casi podemos hablar de un largo proceso que comenzó con la victoria del PSOE en las elecciones generales de 1982 que arrancó con una desmovilización paulatina del movimiento obrero -hoy diríamos que se empezó a pisar el freno y a reducir la marcha- y que culminó con el crecimiento económico que supuso la entrada en la UE tres años después.
A esto, habrá que añadir el desapego hacia la política propiciado por los escándalos de corrupción que lastraron los últimos años del felipismo.
Acerquemos ahora la lupa hacia los cinturones rojos:veamos los cambios demográficos que han experimentado más recientemente:
La vieja clase obrera con una tradición de lucha social ha sido paulatinamente desalojada por dos fenómenos: una juventud sin perspectivas de futuro cada vez más nihilista y autodestructiva con una conciencia de clase queLenin ya calificó de infantil, propensa a una violencia gratuita que no hace sino fomentar el rechazo de la precedente generación trabajadora, aun en activo y muy sensible a que un brote de radicalismo social rompa el ya frágil tejido económico en el que encuentran un precario sustento. Precario, pero sustento al fin y al cabo ¿Quién dijo aquello de que “tenemos a los obreros cogidos por la hipoteca”? Pues eso.
Resulta que la clase trabajadora, que antes poco tenía que perder, ahora puede perder su casa, su vivienda: su hogar. El paro o los ERTES y la precariedad han supuesto que las viviendas, único patrimonio tangible de los trabajadores, puedan, como en el cuento de los tres cerditos, salir volando al primer soplo del lobo feroz transmutado en banco.
Y, como señalaba Verstryngeen su polémico informe las bolsas o guetos de inmigrantes que se han instalado en las viejas barriadas obreras han dotado de una nueva identidad a estos núcleos urbanos con una panoplia de intereses y reivindicaciones que los analistas de la izquierda clásica no han sabido interpretar, al aplicar los viejos clichés de la exquisita ‘gauche divine’.
La dictadura de la corrección política está, sin ningún género de duda, impidiendo abordar de forma realista un fenómeno que sin embargo la derecha ultraconservadora sí utiliza para alentar el miedo y la xenofobia.
Tenemos el primer ingrediente que puede explicarnos la deriva hacia la derecha de los otrora votantes de izquierda ante los mantras que han exhibido la derecha y que han taladrado los oídos proletarios: la creación de empleo (por efímero que este sea) y la seguridad frente a los “ataques” a una propiedad, antes patrimonio de unos pocos y ahora, tras el boom hipotecario de los 2.000, de alcance universal -compartido por la banca-.
Sumemos a esto otro fenómeno artificialmente hipertrofiado como el de las okupaciones, magnificado y calentado por la prensa sensacionalista, que ha alertado a los frágiles propietarios ante el peligro -sin duda imaginario- de que les van a arrebatar su domicilio.
Vayamos ahora a las ciudades-dormitorio: la gentrificación y el empobrecimiento del área metropolitana ha expulsado a los funcionarios y técnicos medios hacia el espacio periurbano reconvirtiendo la periferia en nuevos espacios residenciales con nuevos vecinos que han desplazado a los residentes originales -que ya no reconocen su pequeña ciudad- con intereses de clase distintos a los tradicionales.
El fenómeno de Vallecas, Fuenlabrada o Parla votando a Díaz Ayuso y que muchos se niegan a aceptar ya lo habíamos visto antes en Francia donde Macrón arrasó en los cinturones rojos en las presidenciales de 2017 para escarnio del PSF que perdió sus caladeros en un contexto de crisis económica y de inseguridad que psicológicamente puede asimilarse a la actual distopía pandémica.
Y ante el fracaso de los “emergentes” ¿Estamos abocados a una hegemonía de la derecha -o de las políticas de derecha- mientras la izquierda asume un rol de `pepito grillo’ con recetas socialdemócratas allá donde consiga alguna cota de poder?
Sin duda estamos en un periodo en el que los ciclos económicos de expansión-recesión son cada vez más cortos; la globalización encierra amenazas y oportunidades que deben ser comprehendidas.
Sumando al examen de la nueva estructura social, el análisis de las relaciones de interdependencia productiva cada vez más acentuadas, o la izquierda recompone su discurso o corre el peligro de quedar obsoleta.
¿Se ha roto el cinturón rojo? La pregunta parte de un estereotipo que, algaradas aparte, forma ya parte de la historia y, a la historia se entra destruyendo viejos paradigmas o como AlbertCamús hizo entrar a Calígula.
(*) Jesús Paniagua, sociólogo y colaborador de albacetealdia
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