Viento de piedra.

Cultura 09/03/2023 Ada García

 Sería por el verano de 1990 cuando mis padres alquilaron en Figueras una masía que estaba muy cerca de la playa, y lo más impresionante, rodeada de un jardín, que más que un jardín, parecía el bosque donde Hansel y Gretel se perdieron. La playa estaba metida entre pinares y rocas, y era un poco difícil acceder a ella sin tener que pasar por nuestro jardín, por lo que nos encontramos que teníamos una playita privada de lo más cuca para nosotros. Acaba de cumplir doce años, y la sensación de aislamiento de Vila de l´aire —que así se llamaba la propiedad—, me venía muy bien para instigar mi espíritu romántico y soñador, como buena adolescente. ¿Qué cómo era Vila de l'aire? Pues la recuerdo como una inmensa casa de finales del siglo XIX, con un torreón afilándose entre las gigantescas y polvorientas palmeras que sombreaban el lugar. Una casa muy grande que, sin embargo, parecía diminuta bajo aquellos enormes árboles centenarios. Y además estaba, como os he dicho, el jardín más grande e impenetrable que he visto en mi vida. A la hora de la siesta el mar rumoreaba lánguidamente junto con los tupidos ramajes de los pinos y las palmeras, los sauces, álamos y eucaliptos. Mientras leía con la ventana abierta, me detenía a escuchar estos sonidos, y os aseguro que, más de una vez, me pareció que voces dulcísimas a coro cantaban más allá del alféizar de mi ventana, entremezclándose suavemente con los rumores de la tarde.
El dueño de todo este mundo maravilloso, era un hombre bastante gordo y desapacible, propietario de otros chalets y un par de discotecas en la costa, no soportaba la idea de acercarse hasta la casa, y todo el tiempo que nos la tuvo alquilada albergó la esperanza de que mi padre se la compraría. Por fin, podría deshacerse de una propiedad que no le servía para nada, dijo mientras arrancaba el coche nerviosamente sin haberse bajado en todo el tiempo de él, más que para darnos las llaves. Así que salió por patas de allí, dejándonos a nosotros, entre divertidos y extrañados por el nerviosismo y mal humor de aquel hombre. Esa misma tarde, y sin más contratiempos, nos plantamos a pasar quince días de vacaciones en aquél hermoso lugar, mis padres, mis abuelos, y mis primas, las mellizas Virginia y Sonia, que eran dos años mayores que yo.
Las horas en Villa del Aire, eran brillantes y volátiles, como las alas de las libélulas que revoloteaban incesantemente sobre las flores y las toallas puestas a secar en los alambres. Adoraba pasear descalza sobre la hierba fría de las mañanas de verano, disfrutando como una loca de esa maravillosa sensación de libertad absoluta, mientras los pies se vuelven rasposos y ya nada te importa. Correteaba todas las tardes con mis primas, después de bañarnos en la playa, por el inmenso jardín, hasta llegar a Villa del Aire, en donde nos esperaban los abuelos para merendar. Yo llevaba las manos llenas de anillos con forma de mariposa, flores y estrellas; una falda larga de estilo hippi encima del bañador, y las alpargatas de esparto colgándome de la mano, a diferencia de mis primas que se las ponían en la arena, y como eran unas absolutas tiquismiquis, encima se pasaban todo el camino de vuelta a casa quejándose por culpa de la arena metida en sus zapatos. A veces, me tomaban el pelo con historias sobre duendes, brujas y fantasmas, y yo me ponía a caminar un poco más de prisa pero, en el fondo, me hubiese encantado haber visto alguno. Y es que, aunque acababa de cumplir doce años, comenzaba a leer a Heine y Goethe, y los jóvenes y maravillosos Sturm umd drag. Para colmo, una imaginación bastante inquieta me hacía estar pensando casi siempre, en seres fantásticos y épocas lejanas y románticas, aunque todos decían que en realidad, estaba pensando en las musarañas. A todo ello contribuía decididamente, el color y las fragancias de los bosques somnolientos, la dulzura de melocotón de un atardecer al terminar agosto, o la irreal atmósfera de aquellos jardines que, entre árbol y árbol te encontrabas la estatua de un ángel con grandiosas alas de piedra, o una lápida con una inscripción borrosa y salpicada de verdina.
Una tarde algo más fría que las otras, en la que decidimos volvernos a casa antes de tiempo, mi prima Virginia, que también estaba por este motivo algo más cascarrabias de lo normal, comenzó a meterme miedo, como siempre, contándome el motivo real, por el que nadie quería acercarse hasta la casa, y porqué el casero no soportaba la idea, siquiera, de venir a visitarnos. Nos hubiese regalado Villa del Aire, si no hubiese sido tan pesetero, dijo mi abuelo.
— ¿Y no te has dado cuenta, Isa, de que, ni el panadero, ni la cocinera, ni nadie, quieren entrar más allá del jardín? Yo sé porque: ¡hay fantasmas! ¡Y nosotras los hemos visto! ¿Verdad Sonia? Tú, claro, como eres una pánfila, todo el día lee que te lee… ¡Pues así estás que no te enteras de nada, mona!
— ¡No me creo nada! ¡Pero nada de nada!
—Mira Virgi, esta tonta dándoselas de lista…
— ¡Huy, que tonta es!
—Pues verás pequeñaja: la abuela estaba hablando con don Arturo esta mañana, muy temprano, en la puerta del jardín. Yo me desperté por el ruido del motor, y porque tenía mucha hambre, y bajé a desayunar a la cocina. Todos dormíais aún, excepto la abuela Tusta y yo. En la cocina no había nadie, ya que la abuela se había acercado hasta la verja para coger el pan que Olga le había traído. Entonces, vi que don Arturo estaba en su Renault hablando con la abuela sin salir del coche. La abuela le invitó a pasar y tomarse un café con ella, mientras charlaban sobre grifos estropeados, lavabos atascados y cosas así, pero no hubo forma. El pobre hombre, que no se bajó del coche en ningún momento para hablar, tenía la cara blanca y sudaba como un cerdo. De pronto se puso a cuchichear, muy confidencialmente, con la abuela. Pero, yo que estaba escondida tras un macizo de rosas, y tengo un oído del que me siento muy orgullosa, me enteré de casi todo. Al terminar su historia, la abuela le respondió riéndose, algo forzada, la verdad, que ella no creía en esas cosas. ¡A esas alturas! El caso es que, don Arturo, sin más, arrancó el coche muy enfadado, y salió de allí a todo correr, levantando una polvareda tremenda. ¿Quieres saber lo que le contó a la abuela? Pues le contó que nunca consigue alquilar la casa, y que a los pocos días la gente huye despavorida. ¡Algunos se dejaron las maletas atrás, por salir pitando! Aseguró. Él era un hombre honrado, le dijo muy seriamente a la abuela, y no quiso ocultarnos el secreto de la casa. Pero cuentan que se oyen ruidos extraños en este jardín, como voces, risas… hasta alguna vez han oído cantar en medio de las flores y los pinos. Dicen que a media tarde, como ahora, por ejemplo, se levanta un viento extraño y frío, casi marrón, y al pronto todo se vuelve más oscuro. Nadie ha conseguido ver nunca de donde provienen esas risas, esas voces. Y nadie quiere entrar en la casa. ¿No te has dado cuenta? El hombre que vino a arreglar el grifo salió corriendo. Tú estabas roncando después de estar hasta las tantas leyendo esos libracos polvorientos. La mujer que nos trae el pan, Olga, ni se acerca a la verja. Dicen en el pueblo que estamos locos por querer veranear en un sitio así, que, como somos de la capital, pues no entendemos nada. Dicen que en la casa mataron a los que vivían en ella hace mucho tiempo. Fue en la guerra. Nos contó que cuando los obreros estaban haciendo la piscina en donde nosotras nos bañamos, aparecieron…cosas…
Nos miramos a los ojos tan fijamente como en el juego del Asesino.
— ¿Qué cosas?
—Pues mejor que no te lo cuente, porque por la noche no vas a querer dormir sola, so miedica. Anda, vámonos. ¡Y por Dios, ponte las alpargatas, que después tus padres nos echan la culpa a nosotras! ¡Uf, qué desastre eres hija!
— ¡Estás intentando asustarme! ¡Cuéntame lo que apareció! ¡O te echo esa oruga en el pelo!
— ¡Aj! ¡Ahí te quedas! ¡No te digo nada más, enana!
—Déjala Virgi… ¡peor para ella! ¡Vámonos corriendo porque he oído un ruido por allí!
Así que Virginia —que mandaba mucho más que Sonia, la verdad, y muchísimo más que yo—, me obligó a ponerme las incómodas alpargatas de esas que se amarran al tobillo con unas cintas. Y mientras me ponía manos a la obra, las dos desaparecieron de vista, entre risas y correteos, ocultadas inmediatamente por un eucalipto tan enorme, que por sí sólo constituía todo un bosque. ¡Malditos y absurdos lazos! Una hilera de hormigas color caramelo quemado comenzó a subir entusiásticamente por encima de mis pies. Mierda, pensé, y en ese instante la tarde se oscureció un poco más, todo se puso del color del humo y desapareció mi sombra, como le ocurrió a Peter Pan. Pero de pronto, me paralizó esa sensación pegajosa, molesta, casi húmeda de que, desde algún desconocido lugar, te están observando ojos misteriosos y, quién sabe si amenazadores. Miré a mi alrededor y los enormes pinos se mecían al viento verde y aromático del verano, sus oscuras copas de agujas; miré los macizos de flores, las fragantes rosas rojas, amarillas, o de color piel; las encantadas hortensias de tornasolados racimos; los suaves y frescos lirios, los pequeños jazmines de flores semejantes a pétalos de nieve… Miré, hacia la casa que se ocultaba tras aquellas sombrías y encumbradas palmeras, y se me antojo lejana y extraña, como las casas en las que viven niños encantados que un día fueron malos, y fueron hechizados por una bruja terrible como escarmiento a sus travesuras; como si dentro fuera posible encontrar duendecillos burlones fabricando zapatos trabajosamente, a cubierto de los habitantes diurnos de la vivienda. Pero no vi ni un alma. Mis primas me habían dejado completamente sola, aunque mis padres les habían advertido de lo contrario. Y, en contra de mi voluntad, recordé las palabras de Virgi: “dicen que la casa está encantada, que no quiere acercarse nadie ni a la puerta del jardín, porque hay… ¿fantasmas?” Y en ese momento, justo en ese mismo instante, sentí como una piedrecita caía rodando desde alguna parte, sobre mi cabeza. Levanté los ojos. La luz de la tarde moribunda me hizo pestañear, intentaba descubrir a la bromista que me había tirado la piedra.
— ¡Virgi! ¡Sal, que sé que eres tú! ¿Sonia…? ¡No me váis a asustar con estas tonterías! ¡Bah!
Pero sólo un silencio tan sonoro como las palabras me respondió. Nadie en todo el grandioso jardín. Nadie excepto el viento que soplaba a ras de mi cara, y que parecía que me acariciaba. Esa brisa ligera y agradable, casi imperceptible, comenzó a volverse cada vez más fría y violenta. Y eché a andar, pero más piedras llovieron de nuevo sobre mi cabeza. Eché entonces a correr, y el viento arrancaba hojas de los árboles y me enroscaba los cabellos, y más y más piedras del tamaño de una canica, cayendo sobre mí, en una penosa carrera hasta la casa, entre caminos solitarios, árboles acechantes y un Sol cada vez más apagado. Entonces, entre el batir del viento en mi cara, las piedrecitas que me caían encima, y resoplar de mi aliento, oí voces. Voces y risas, y lamentos también, que me decían: “Niña... niña... vete... dejadnos en paz...dejadnos..." La maravillosas voces terminaron por cantar con un dulcísimo sonido en crescendo, dulcemente, casi hipnóticamente, mezclando sus hermosas notas con el rumor de la tarde.
Al llegar a la casa, con aquel viento en la cara y las piedras golpeándome y persiguiéndome en mi frenética carrera, mis primas y mis abuelos estaban buscándome como locos. Sonia lloraba a moco tendido, y Virginia era reprendida duramente por mi abuelo por haber dejado atrás a la pequeña Isa. Entonces mi abuela enmudeció de espanto al ver las piedras flotando sobre mí. Me metieron en casa rápidamente, y llamaron a un médico para que me viese el pie. Por culpa de la carrera había perdido una alpargata, y tenía el pie hecho un asco sangrante.
Esa misma tarde nos marchamos de allí para siempre, no sin antes echar todas las flores que pudimos cortar, rosas blancas, azaleas, margaritas, sobre el reflejo turquesa del agua de la piscina. Mi abuela rezó amorosamente, mi madre llamó al casero y le dijo que la casa mejor estaba cerrada. Era, en realidad, un mausoleo.
Nunca más volvimos. Y nunca he podido olvidar aquella tarde de verano y ese viento de piedras lloviendo sobre mi cara.
Fin.

   Dedicado a Maite Lorenzo Sánchez.

Ada Garcia

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