Por Rafael Esteve Secall
El pasado mes de agosto pasé con mi mujer unos días en el Real Sitio de San Ildefonso, huyendo del calor sofocante que padecíamos en Málaga y, al mismo tiempo, para conocer los jardines y el Palacio Real de La Granja, la residencia veraniega que Felipe V se hizo construir allí. Por encima del diseño italianizante del palacio, de su decoración interior y del conjunto edificado y urbanístico del Real Sitio, me cautivó el novedoso y magnífico diseño de los jardines, bien integrados en el paisaje serrano de la vertiente septentrional de Guadarrama, a modo de continuidad del espectacular pinar de Balsaín que lo enmarca. Hoy alberga el Museo Nacional de Tapices con su excepcional colección de tapices flamencos, merecedor por sí mismo de la visita. Aunque fue imposible disfrutar otro de sus grandes atractivos: el de la ingeniería hidráulica del XVIII contemplando en funcionamiento la belleza de sus monumentales fuentes; solo sucede tres días al año. De todas formas, los jardines y los tapices eran ya motivos más que suficientes para justificar el destino del viaje. Este es el contexto del relato de lo que viví y paso a la anécdota objeto de estos párrafos.
A lo largo de los meses de julio y agosto tiene lugar en ese enclave segoviano un festival llamado “Las Noches Mágicas de La Granja” que se celebra en el amplísimo patio central de la Real Fábrica de Cristales que lo alberga, acondicionado como teatro al aire libre con capacidad para unos dos mil espectadores.
Durante nuestra estancia solo hubo un espectáculo al que asistimos. Fue la actuación del cantaor flamenco Israel Fernández que congregó a buen número de aficionados. Pues bien antes de pasar a nuestras localidades me dirigí a los baños que se encontraban en un pequeño edificio adosado al patio. La entrada por la que entré daba a un pasillo de unos seis metros de fondo. Justo a la derecha había una puerta totalmente abierta y un folio fotocopiado pegado en la pared del pasillo, con los símbolos masculino y femenino. Deduje entonces que los servicios eran unisex.
En el momento de pasar a su interior me tropiezo con una persona que salía. Se trataba de un varón fornido, vestido con camiseta deportiva, de unos treinta años, con una barba de esas que bordean al óvalo de la cara de oreja a oreja. Y me dice: “Este es el servicio de mujeres”, señalando el cartel de la puerta con el símbolo femenino en el que no reparé porque me había fijado en la fotocopia que fue la primera indicación que vi. Ante la cara de extrañeza que, sin duda, puse y consciente de la aparente incoherencia de su presencia allí, el hombre siguió hablando sin atisbo alguno de feminidad, con una voz ciertamente muy varonil y con un cierto tonillo de orgullo, dijo: “Porque yo soy mujer, sabe Vd.” Ante el estupor que me causó tal confesión mi única reacción fue disculparme afirmando que creía que ese servicio era unisex a la vista de la fotocopia pegada en la pared con los dos símbolos. Y al darme la vuelta para dirigirme a la puerta del fondo, que sí era la de los servicios para varones, mi interlocutor acabó la conversación añadiendo: “Pero no importa, puede pasar Vd. aquí si quiere”. Le di cortésmente las gracias con una negativa y fui al baño correspondiente a los hombres. Al poco, lamenté no haber tenido capacidad de reacción para haberle dado la enhorabuena y entablar una pequeña conversación acerca de lo que deduje era un evidente ejemplo de los efectos de la ley Trans de autodeterminación de género. Por mi cabeza pasaron de golpe los problemas que pueden presentarse por la ausencia de unas mínimas garantías de verosimilitud en la declaración registral de quienes deciden cambiar de género. Algunos casos empiezan a conocerse.
Conozco a personas que padecen verdaderamente disforia de género que desde luego no se comporten así en su vida cotidiana. No me parece que sea una cuestión de vanagloria. A lo mejor es normal en estos tiempos, pero me extrañaría mucho.
Y ahora yo me pregunto, si por cualquier circunstancia a un hombre cualquiera fiado de su apariencia física se le ocurre dar a mi interlocutor un inesperado abrazo varonil o cualquier tocamiento por camaradería -¡obviamente no consentidos!-, como a veces ocurre entre personas del mismo sexo, ¿estará cometiendo una agresión sexual de acuerdo con la ley del “Solo Sí es Sí”? ¿Y si la agresión la comete una mujer autodeterminada de hombre sobre otra mujer o sobre un hombre autodeterminado como mujer? ¿Y cómo poder evitar agresiones sexuales involuntarias, si los signos externos del sexo no son válidos para regir la convivencia social?
¡Menudo lío! Me temo que acabaremos saludándonos a distancia muy ceremoniosos, sin contacto físico alguno, como hacen los japoneses. Claro que pensándolo bien, así podremos acabar con las insoportables peroratas lingüísticas de la duplicación de palabras en masculino y femenino. Pero eso sí, tendremos que aprender a hablar y escribir en el género neutro. ¡Uf! ¡Qué pereza!
Enviado por José Antonio Sierra
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