


Muy lejos, al otro lado del océano Atlántico, España perdía sus últimas colonias en Cuba. Mucho más cerca, en Albacete, un ingeniero inglés de minas y obras civiles captaba cinco fotografías en vidrio. Era el 4 de junio de 1898. Fijó su objetivo en uno de los puentes de cantería que atravesaban el Real Canal de la Villa de Albacete.
Conocido hoy como Canal de María Cristina, esta obra hidráulica cambió la historia de la ciudad para siempre. Albacete creció rodeado de unas lagunas que en inviernos lluviosos ganaban terreno. El estancamiento de las aguas del Salobral, Fuente el charco, Oyabacas, Albaidel y Acequion complicaba la vida de los albaceteños. Desde el siglo XVI se había hecho alguna reclamación sobre las inundaciones del manantial de los Ojos de San Jorge, pero cuando el siglo XIX comenzaba a andar, aún no se había resuelto el problema.
“Y mientras tanto las inundaciones crecieron, las aguas se agolparon, se estancaron y se corrompieron alrededor, infestándose la atmósfera en el mismo recinto del pueblo: en una palabra, al espirar el último siglo, la villa vió muy cerca su total ruina”, se contaba en un libro de 1830, “Memoria histórica y analítica del Real Canal de la Villa de Albacete”. La putrefacción de las aguas provocaba enfermedades de tal manera que “la quina y algunas otras drogas se hicieron en aquella angustiada población artículos de primera necesidad”.
La catástrofe líquida aumentaba por días: “la inundación y el recalo se estendían hasta entrar el agua por las calles: ya se sacaba de los pozos á mano sin necesitarse soga: en la mayor parte de los sótanos nadaban las tinajas sobre dos varas de agua: hoy se arruinaba un paredón, mañana una cueva, otro día una casa”. Se presagiaba el final de Albacete. Pero, según el mismo texto, un día de 1802 pasó por la villa el rey Carlos IV y se conmovió por la catástrofe. Así fue como comenzó a construir el canal que se paralizó en 1808 durante la guerra contra los franceses. Finalmente el proyecto se retomó unos años después y al fin pudieron encauzarse las aguas.
Se construyeron tres puentes de piedra, se amojonaron las tierras y se sembraron árboles. Cuando el siglo XIX alcanzaba el ocaso, pasó por el canal Gustavo Gillman Bovet. Este ingeniero con tendencia al dibujo y la música siempre se acompañaba de su cámara fotográfica. Vino por vez primera a España en 1871 y al poco tiempo regresó de nuevo para quedarse. Por trabajo conoció bien la zona de Granada, Almería o Murcia y en estas provincias captó los puentes, las locomotoras, las vías férreas y sobre todo, a los campesinos en sus faenas cotidianas. Quizá fue así como llegó a Albacete, buscando retener en plata la gran obra hídrica que resolvió el problema endémico de esta tierra.
El fotógrafo británico plantó su trípode entre las siete y media y las ocho de la mañana. Disparó. El agua, las robustas piedras del puente que sostienen a un hombre; la luz lateral rasgando los árboles; el reflejo oscuro de las ramas. Y aquellas albaceteñas que lavan la ropa, atentas a su faena, tal vez, ajenas a que el siglo llega a su fin y que muy lejos, al otro lado del océano, el mundo estaba cambiando para siempre.
Archivo General de Murcia – Legado de la familia van der Heijden
Publicado por José Iván Suárez en https://www.facebook.com/113822674540695/posts/pfbid02cdVghqqD1FARHwFoh6J6mGCzmzko5EJ4vj3XUkh2BhGzq7pv5jEBsvDm4BUuZ7nWl/
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