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Las epidemias no solo tienen efectos devastadores sobre la salud individual, sino sobre el destino de las civilizaciones. Tucídides, padre de la geografía política, describió la Plaga de Atenas (430 a.C.) como el principio del fin de la hegemonía ateniense sobre la antigua Grecia. En los siguientes siglos, la malaria contribuyó al hundimiento del Imperio Romano, la Plaga Justiniana (una peste bubónica) debilitó al Imperio Bizantino frente a godos y árabes, la peste negra finiquitó el sistema feudal alterando la oferta de alimentos y tierras, el tifus derrotó al ejército de Napoleón en Rusia...
En aquellos tiempos se relacionaban los grandes pecados con las plagas bíblicas. Hoy conocemos la correlación histórica entre las diferentes fases de la globalización y la expansión de epidemias. Ya desde el siglo IX, la lujuria islámica formó un gran mercado de esclavos entre el Mediterráneo y la India, causando un enorme contagio de lepra. En 1347, la ira mongola abrió rutas comerciales entre Asia y Europa que propiciaron la peste bubónica. A partir del siglo XV, la soberbia europea conquistó nuevos puertos y llevó aparejada la viruela. En 1820, la Compañía Británica de las Indias codició materias primas y se encontró con el cólera. La primera globalización contemporánea comenzó hacia 1870 y terminó en la gripe española de 1918, la última fase de la globalización comenzó en 1989 y quizás termine hoy, con el coronavirus.
Hasta el momento, todas las globalizaciones aspiraban al modelo de 1492 en las Américas. Se trata del 'intercambio colombino' (A. Crosby): dos civilizaciones distintas obtienen beneficios mutuos (cacao y pavos para los españoles, café y caballos para los americanos) que compensarían el riesgo de epidemias (sífilis y polio para los españoles, difteria ycaballos para los americanos) que compensarían el riesgo de epidemias (sífilis y polio para los españoles, difteria y sarampión para los americanos). En la fase actual de la globalización, el beneficio del intercambio es muy dudoso para África o Hispanoamérica (agotan sus materias primas y recursos humanos, solo se enriquecen sus élites...). Y para Occidente el resultado es completamente negativo (se marcha la industria, se vacía el campo, se desintegra la clase media, crece la desigualdad en el país a mayor ritmo de lo que se reduce en el mundo...). Pero además ha aumentado para todos el riesgo de pandemias (cada vez mayor injerencia ecológica, más densidad urbana, masificación del turismo, explotación intensiva avícola-cárnica, creciente generación de flujos humanos...). Así, el pacto con el que se nos vendió la globalización queda hoy tan roto como el contrato social desde la crisis de 2008.
Conviene valorar un sistema por sus frutos y no por sus promesas. El globalismo ofrecía 'libre circulación' de personas, pero ha provocado la mayor cuarentena humana de la Historia. La 'democracia mundial' se ha quedado en una tecnocracia elitista, que está decidiendo torpemente sobre la vida y la muerte de miles. La 'ciudadanía global' no ha aportado nada a los trabajadores, la hipermovilidad sólo le ha aprovechado a especuladores, mafias, redes de espionaje, hackers... y virus. Las grandes empresas soñaban con poder superar el PIB de varias naciones, hoy la empresa de embarcaciones turísticas Princess Cruises supera a naciones como Canadá o Australia... en número de infectados y muertos.
Ni de lejos se ha logrado (ni intentado) una 'sanidad universal', pero sí hemos estrenado la primera pandemia plenamente global. La otra gran pandemia actual (el VIH) se concentra en el sur de África; incluso las mayores pandemias del pasado (peste negra y gripe española) se ceñían a zonas de Eurasia. La pandemia-mundo es un nuevo 'logro' del sistema-mundo. Viene a sumarse a los otros 'logros' planetarios de la década: la creación de islas de basura plástica en los océanos, la invención de una doctrina militar de destrucción mundial (Prompt Global Strike desde 2010), la aparición de centi-millonarios que concentran la riqueza humana (Jeff Bezos desde 2017) o la construcción de una Internacional Banquera (la SWIFT en unos 200 países desde 2018). Todo un balance.
Europa, de Panteón a Pandemonio
El mapa del coronavirus es, en sí mismo, una lección de geopolítica. Vemos gráficamente un planeta con una misma enfermedad pero diferentes velocidades, China como nuevo eje de la situación mundial, Europa como último eslabón de todas las cadenas. Los eurócratas de Bruselas insisten en que somos el motor del globalismo, cuando en realidad somos el vagón de cola en un tren del que todos se están bajando. El planeta entero ha declarado a Europa como nuevo epicentro de la infección, aislándonos por tierra, mar y aire. Ahora es China quien teme que los europeos reintroduzcan el coronavirus allí. Cometimos el mismo error en 2012, cuando nos creíamos la primera línea de resistencia contra el yihadismo, mientras que el terror de Siria eran los yihadistas que llegaban... desde Europa.
Hace pocos días, cosmopolitas de derecha e izquierda exigían a Grecia que permitiese la entrada de miles de refugiados; hoy, países como Turquía o Marruecos han blindado sus fronteras contra España y Europa (y hacen bien). La 'sociedad abierta' de Europa significa 'sociedad en cuarentena' para el resto del mundo. El homo globalis de Occidente es el hombre enfermo del mundo. En el pasado se creyó, injustamente, que el escorbuto marcaba a los partidarios de la libre navegación (es decir, los piratas), la lepra a los partidarios de la libertad de conciencia, la hepatitis a los partidarios del libre consumo de drogas, el SIDA a los partidarios del amor libre. Hoy, con toda justicia, debería recaer el coronavirus sobre los partidarios del libre-mercado global. Es un virus capaz de delatar a los estados débiles (incapaces de prevenir) y a las sociedades individualistas (incapaces de reaccionar).
Pero tristemente, las víctimas suelen ser los más inocentes. Y el estigma internacional está recayendo sobre los países de la Europa mediterránea (Italia y España), mientras que el estigma social pesa sobre los ciudadanos que acudieron a congresos y manifestaciones, sobre las Fallas y Semana Santa, incluso sobre los que pasean al perro o aún tienen que ir a trabajar. Ni una palabra sobre las multinacionales que han movido a millones de personas, muchas de ellas entre Wuhan y Occidente (un ejemplo, Inditex). En defensa del pueblo italiano y español, conviene aclarar que "el primer paciente europeo no es italiano sino alemán, contagiado por una compañera de trabajo de Shanghai; el virus se introdujo en España en mutaciones que venían de China y Reino Unido. El virus se expandió en Europa desde Alemania y sus hombres de negocios, desde el Reino Unido y sus turistas, desde Suiza y los centros financieros de mayor contacto con China. Es el último triunfo de la globalización" (D. Bernabé).
El discurso oficial intenta mantenerse neutral: "una pandemia significa una amenaza a la salud de todos por igual, que no atiende a barreras internas ni externas" (según la OMS -Organización Mundial de la Salud-), "el virus no distingue ni territorios ni clases" (mensaje de Pedro Sánchez). La geopolítica demuestra que nos han mentido. Por un lado, el brote de cólera de 1829 (el más mortal del siglo XIX) ejemplifica cómo países relativamente cercanos pueden sufrir resultados muy dispares según sus acciones: por aquel entonces, Francia no supo reaccionar, pero EEUU dio pleno apoyo a la investigación científica y cerró los puertos de acceso al país. Por otro lado, la Gran Peste de Londres en 1665 es un caso de estudio de cómo las plagas afectan con distinta intensidad a diferentes clases socioeconómicas: los pobres morían mientras los ricos podían huir o refugiarse con abundantes reservas.
En resumen, una fuerte cultura de la defensa nacional y un sólido sistema social de redistribución son factores diferenciales ante una pandemia. La descripción abstracta del coronavirus como un enemigo genérico (lo que fue el 'terrorismo internacional' en 2001, la 'deuda externa' en 2008, la 'emergencia climática' en 2019...) sólo busca cuestionar la utilidad del estado-nación y eludir la necesidad del modelo de bienestar. Y aquí es donde el coronavirus demuestra que Europa padecía dos infecciones previas: la pandemia ideológica del globalismo (el miedo a las fronteras) y la pandemia económica del mercantilismo (el odio a la planificación). Dos patologías que nos han convertido a todos en población de riesgo.
1.La pandemia del globalismo
Viendo cómo los países cierran fronteras contra el coronavirus, los medios globalistas se lamentan: "el mundo ha optado por ser más autoritario, nacionalista, unilateral, anti-establishment y anti-expertos", "al menos en la crisis de 2008, los gobiernos obedecían a expertos de la Reserva Federal" (diario The Atlantic). Parece que no entienden que muchos países no han tenido elección a la hora de tomar la iniciativa, porque desde los foros internacionales sólo llegaba silencio. No se trata de un Brexit generalizado, de un repliegue voluntario por parte de las naciones, sino de un completo abandono por parte de 'los expertos' mundiales. Mientras ellos debatían, Austria cerraba todos sus accesos a Italia. Y no solo se apresuraron a controlar fronteras los más soberanistas, como Polonia o Hungría, sino 'sociedades abiertas' como Noruega (antes de que hubiera una sola muerte) o Lituania (cuando había sólo siete enfermos). Los países que se sentaron a esperar directrices de las agencias mundiales son hoy epicentros de pandemia. Es el caso de España.
A finales de enero, mientras China cortaba carreteras y aeropuertos en Wuhan, la OMS no recomendaba cancelar ningún viaje internacional: "no hay razón para tomar medidas que interfieran innecesariamente con el comercio". Coincidía la Comisión Europea: “La restricción de viajes dañaría la economía transfronteriza” (U. von der Leyen). El 10 de marzo, cuando el coronavirus ya había alcanzado todos los continentes habitados, la OMS aún no había decretado la situación de pandemia "porque puede sacudir mercados, conducir a restricciones drásticas de libertades y estigmatizar a ciudadanos provenientes de regiones afectadas" (diario Los Angeles Times). Quedan claras las prioridades del globalismo: por encima de la propia vida humana está el dinero, las libertades abstractas... y la no-discriminación. La realidad es que la OMS se obsesionó con "no ofender a China" (revista Science), por temor a que Pekín dejase de proporcionarle datos médicos. Para ello, la OMS silenció a sus miembros críticos con China (como el profesor John Mackenzie) y bloqueó la participación de Taiwán. Las instituciones supranacionales velan por su propia permanencia, antes que por la verdad y la democracia.
Tampoco el Centro Europeo de Prevención y Control de Enfermedades (agencia de la UE) activó ninguna medida hasta el 2 de marzo, considerando al coronavirus un 'riesgo moderado'. El 4 de marzo se prohibió la exportación de artículos de protección médica de Alemania al resto de la UE. En las siguientes fechas, el Banco Central Europeo vetó un plan de estímulo económico para los países europeos, por temor a "comportamientos irresponsables". Por su parte, el Banco Mundial cuenta desde 2017 con bonos de ayudas contra epidemias... pero la letra pequeña dice que sólo los concedería doce semanas después del primer brote. Además, establece como requisito un mínimo de 250 muertos en un primer país y 200 en el segundo; cifras de sobra cumplidas, gracias a la tardanza. Tampoco las estructuras del G-7 y G-20 han realizado ningún movimiento (más allá de una video-conferencia). La presidencia del G-20 corresponde este año a Arabia Saudita, que estaba ocupada en una guerra por los precios del petróleo contra Rusia.
Así, el coronavirus ha demostrado cinco verdades obvias. Primera: que estas entidades globalistas apenas existen como estructura, son solamente un puñado de perfiles muy concretos (cosmopolita de clase alta y educación liberal) con intereses muy concretos. Segunda: que estos cargos sólo atienden a las naciones a cambio de que cumplan ciertas exigencias o paguen cuotas, como si fuese un servicio político de 'Video Bajo Demanda', estilo Netflix ("el mundo recibirá solamente aquello por lo que pague", Foreign Affairs). Tercera: que esa dependencia económica les hace obedientes a los socios más poderosos, con total desinterés por representar al resto de miembros. Por ejemplo, la UE responde a los presupuestos de Alemania, la OTAN a la hegemonía de EEUU... En el caso de la OMS, los pagadores principales ni siquiera son países, sino instituciones privadas (Fundación Gates) y lobbies farmacéuticos (GlaxoSmithKline, Novartis AG, Hoffmann-La Roche). Cuarta: que estos cargos no tienen ningún conocimiento experto especialmente valioso, más allá del que le proporcionen las propias naciones, por lo que funciona como Uber o AirBnB: los supuestos 'intermediarios' controlan todas las interacciones desde su cúspide. Quinta: que esta estafa piramidal globalista entorpece la fórmula más eficaz estos días: la cooperación horizontal entre naciones.
De esas cinco evidencias se deduce que el globalismo irá siempre más despacio que la iniciativa de cada nación. Casi por mera física, el gobierno mundial será más lento cuanto más grande quiera ser, más ignorante cuantos más datos quiera apilar, más ilegítimo cuanta más autoridad quiera tener, más incapaz cuanto más poder quiera amasar. Con el coronavirus, es posible calcular matemáticamente la inferioridad del globalismo con respecto a la soberanía nacional. Es proporcional a la tasa de propagación por todo el planeta con respecto a la tasa de contención en la provincia de Hubei. Y a cómo varios países de Europa Occidental (con población y territorio mucho menores que China) suman más casos (y de avance más rápido) que China en su peor momento. Y a los más de 40 días que la OMS tarda en reconocer una pandemia tras los 10 días que tardó China en construir un hospital contra pandemias.
Para bien o para mal, lo que afecte a China, afectará especialmente a Irán y a Europa. Esta es otra lección geopolítica del mapa del coronavirus. Los países europeos no formamos una inconexa unidad trans-atlántica con EEUU; somos, ante todo, parte integral de Eurasia. Pero como China es una civilización incompatible con la nuestra (en cultura y en intereses), nuestro referente eurasiático debería ser Rusia, con quien compartimos hitos pasados y retos futuros. Siendo el país europeo con mayor cantidad de territorio y de población, sus medidas de seguridad garantizaron cero muertes por coronavirus hasta el 19 de marzo. De nuevo, es posible hacer comparativas numéricas entre atlantistas y euro-rusistas.
Mientras que Rusia despliega una misión médico-militar en Italia, la OTAN ha cancelado la participación de militares estadounidenses en las maniobras 'Defender Europa'. Más bien 'Abandonar a Europa'... por enésima vez. La Unión Europea, desorientada, ha publicado un informe del Servicio Europeo de Acción Exterior, culpando a Rusia de "desinformar sobre el coronavirus" para causar "confusión, histeria y miedo", "debilitar y dividir las sociedades europeas", "agravando el colapso de nuestro sistema sanitario". Pero, a continuación, veremos que los poderes globalistas nunca han necesitado ayuda rusa para desinformar, atemorizar, debilitar, dividir y colapsarnos.
2.La pandemia de los mercados
Existe un dicho muy apropiado para la ocasión: si Wall Street estornuda, el resto del mundo se resfría. Nuestro sistema político depende por completo de los altibajos bursátiles. La finanza no es un timonel firme, sino un grumete que pasa bruscamente del pánico a la euforia o la depresión. Así, lo que en 2019 era una situación de estancamiento económico puede convertirse en la gran quiebra de 2020. Se trata de la mayor caída de índices económicos desde la crisis de 2008, que se cerró con una pérdida de calidad de vida que aún no habíamos recuperado. Desde entonces arrastrábamos una deuda impagable, una producción terciaria y precaria, una paralizante servidumbre a fondos de inversión y agencias de calificación, así como grandes recortes en la sanidad pública y la investigación científica. Eran cuatro caldos de cultivo para una pésima reacción a las pandemias (sin liquidez y sin material, sin iniciativa y sin retaguardia).
Entre 2009 y 2017 se destruyeron 46.500 puestos sanitarios y 70.000 camas, por lo que Italia recibió un 47'5 sobre 100 (suspenso) en 'capacidad de respuesta rápida a pandemias', según la Universidad John Hopkins. Dicha universidad, junto con la mencionada Fundación Gates y el Foro Económico Mundial (Davos), realizaron una simulación de coronavirus pandémico en octubre de 2019 ("Event 201"). Su conclusión fue que "organizaciones internacionales y compañías de transporte globales deben mantener los viajes y el comercio durante las pandemias". Un mes antes, las Naciones Unidas y el Banco Mundial también habían estudiado el riesgo de una pandemia, fuese natural o diseñada ("World at risk"). Los poderes económicos tenían conocimiento de lo que podía pasar, lo que no tenían era piedad.
No hay más que ver la inhumana actuación de los países más esclavos de la bolsa: Estados Unidos con Wall Street, Reino Unido con la City de Londres. Es verdad que a EEUU no le ha faltado seguridad fronteriza, pero carece de seguridad social: el coronavirus se cebará con un país donde la población no puede permitirse ni la cuarentena (hay despido libre) ni la enfermedad (no hay sanidad pública). Igual que en 2008 se rescató a la banca con dinero público, la principal ayuda prevista por Trump va para sus cómplices: industrias de aerolíneas, cruceros, petróleo, compañías de seguros... ¿De qué sirve la soberanía nacional, si queda al servicio de una minoría oligárquica? Así, "el coronavirus no sólo señala los límites del globalismo, sino los límites aún más fatales del nacional-capitalismo" (S. Ĺ˝iĹžek).
Para Trump, desacelerar los mercados causaría "ansiedad, depresión y suicidios, en mayor cantidad que el virus". Su hombre fuerte en Texas, Dan Patrick, opina que "los abuelos deberían sacrificarse para salvar la economía, por el bien de sus nietos". También Bolsonaro se ha centrado en "resucitar la economía", ya que "es imposible resucitar a los que mueran" (W. Witzel). La primera reacción de Reino Unido fue semejante: no tomar ninguna medida de protección ciudadana, que se infecte el 60% de los británicos hasta desarrollar 'inmunidad de grupo', al precio de miles de muertos (los desfavorecidos en dinero y salud). El plan de Boris Johnson era evitar cualquier restricción, para que la economía siguiera funcionando. La misma lógica que explica su Brexit: menos limitaciones comunitarias para atraer más oportunidades económicas, ya sean éticas o abominables.
Todos los anteriores son ejemplos de 'darwinismo social', la selección artificial, la supervivencia del más acaudalado. Se trata de una idea con ciertas correlaciones geopolíticas. Proviene del Norte Global y pretende invadir tanto el espacio hispano-americano como el espacio euro-mediterráneo, que deberían unirse en defensa de la idea de solidaridad, comunidad y pacto inter-generacional. "En Italia, por su cultura, atienden a personas demasiado viejas, que nosotros no admitiríamos en hospitales" (F. Rosendaal, clínica de Leiden en Holanda). "Francia, Italia y España aprueban subsidios especiales, pero británicos, holandeses o suecos optan por laissez faire (dejar hacer) a la pandemia" (R. Poch).
Está en "la esencia de los países Protestantes, desde que Calvino rechazó auxiliar a los apestados de Zurich" (J. Maestro). También en "el gobierno de los ricos, llamado plutocracia por Plutón, rey del infierno, al que los mineros hacían sacrificios a cambio de extraer oro" (E. Mari). Es el "evangelio de Mammon" (T. Carlyle), embajador del diablo en Inglaterra (J. Plancy). Es el toro esculpido en Wall Street como nuevo becerro de oro (A. Brown). Es la filosofía randiana del egoísmo capitalista, cuya influencia reconoció el satanista A. LaVey. Y tiene "perturbadoras raíces intelectuales en la costumbre pre-judía de inmolar humanos para el dios Moloch" (S. Vaidhyanathan). Esta es su teología de la prosperidad: el exterminio físico del más débil. "Nada personal, solo negocios" (revista Forbes).
La paradoja está en que la sociedad de mercado es la principal causante de debilidad humana. El estilo de vida que impone nos ha convertido en la población más envejecida y con peor demografía. Se han multiplicado las enfermedades por la contaminación que respiramos y los procesados que comemos. Nuestro sistema inmune está destruido por un modelo urbanita y consumista: estrés, adicciones, falta de aire y luz. Y a pesar de ello, pretendieron tranquilizarnos diciendo que el coronavirus solo era peligroso para ancianos, diabéticos, hipertensos o asmáticos. ¡Todo lo que abunda en Occidente, por ello tenemos la mayor mortalidad por coronavirus del mundo!
No hay piedad para mayores o enfermos en un sistema que desea "reducir la población mundial hasta un 15%" (B. Gates), cree que "los ancianos viven demasiado, son un riesgo para la economía" (C. Lagarde, FMI) y afirma que "la crisis del coronavirus muestra que es hora de abolir la familia" (G. Soros, OpenDemocracy). Aquel era un consuelo desalmado, proveniente de especuladores desalmados. Los mismos que en 2008 templaron: "la economía globalizada solo es peligrosa para los peor formados en finanzas, los menos emprendedores, los que carezcan de activos móviles" (periódico Wall Street Journal). Es decir, 'solo' amenazaba a los países con campesinos, funcionarios y pequeños propietarios. O sea, a todos nosotros.
Con esa frialdad, los mercados aprovechan los momentos de pánico para imponer sus reajustes más brutales. Es la 'doctrina del shock' descrita por Naomi Klein. La crisis del coronavirus ya deja entrever posibles futuros: despidos masivos camuflados como medida sanitaria, burbujas de precio con bienes de primera necesidad, Glovo y Uber ofreciendo descuentos a costa de la salud de sus repartidores, restricción de cualquier actividad más allá del trabajo, laboratorios privados desarrollando vacunas para quien pueda pagarlas... También aparecen multinacionales 'de cara amable' (como las langostas con rostro humano, Apocalipsis 9:7) que ofrecen grandes préstamos al sector público, de forma que acabemos pagando esa deuda con nuestros impuestos, porque aquellas no contribuyeron lo suficiente en su día. Aunque sea de agradecer la solidaridad privada, igual que la ayuda china, ambas tienen segundas intenciones estratégicamente calculadas.
Pero, por el lado contrario, la situación de emergencia ha obligado a varios gobiernos a tomar medidas positivas que hace un mes eran 'imposibles': subordinar la sanidad privada a la pública en España, suprimir impuestos a autónomos en Alemania, permitir atrasos en el pago de hipotecas en Italia, intervenir precios especulativos en Francia... ¿Por cuál de los dos caminos seguiremos después del coronavirus? ¿La sociedad al servicio de la economía, o la economía al servicio de la sociedad? ¿El orden crematístico (que reserva los peores salarios para los trabajadores esenciales), o el orden natural (que recompensaría a repartidores, transportistas, reponedores, sanitarios, personal de seguridad, limpiadores...)?
Una cosa está clara. Lo que diferencia al ser humano de una plaga es el arraigo: cuidar de un país que nos cuida. Y lo que nos distingue a los seres vivos de un virus es la función de relación: la necesidad de una sociedad en la que participar y compartir. Estas son precisamente las bases de la geopolítica: el vínculo entre territorio y comunidad. Sobrevivir al coronavirus en un mundo sin conciencia nacional, o en un mercado sin ética social, no es vencer la pandemia. Es convertirse en la pandemia.
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