La cabeza de medusa

(Cuentos para las noches de insomnio

Cultura 02/09/2022 Ada García

LUCY
 Un frío atardecer de 18…

Al despertar, lo primero que vieron mis ojos fue la potente luz de un millar de velas brillando sobre mi cabeza. Y después, cuando mis ojos lentamente fueron acostumbrándose a aquella orgía de luz, contemplé con creciente curiosidad, a toda esa gente enlutada arremolinada aquí y allá, cerca de mi. Elegantes y apesadumbradas damas cubiertas con velos negros, y cabizbajos y afligidos caballeros sombríamente recogidos en una pena terrible y devastadora, murmurando oraciones, o susurrando tristísimos lamentos.
-¡Qué terrible pérdida, señor! ¡Qué pena, una mujer tan joven y recién casada!
-¡Ay, Dios mío! ¡Qué desolados nos dejas, Lucy querida! ¡Qué desgracia más espantosa!
-Dios se lleva a los buenos…
Y todas esas cosas que se dicen en circunstancias de cuerpo presente.
Pero, pensé, si estoy muerta ¿cómo es que miro, veo, pienso, respiro, y hasta tengo ganas de estornudar? Y estornudé. El denso humo de los cirios me hacía cosquillas en la nariz. Pero todos, ensimismados en su propia pena, y en la solemnidad de aquella atmósfera tan lúgubre, continuaron a lo suyo. Además el pertinaz repiqueteo de la llovizna sobre el tejado, unido al tañido lento y fúnebre de las campanas de la ermita, lo invadía todo. Tampoco repararon en mis ojos, lo suficientemente entreabiertos como para ver lo que quería ver. Pero yo, ahí, metida dentro de mi ataúd forrado de suave seda blanca, con mi vestido más hermoso, (el azul claro de gasa con primororosas gardenias bordadas en hilo de plata y tul), y mis largos y rubios cabellos peinados deliciosamente en rizos y perlas, perfumados por mi doncella Giannina, disfrutaba del momento como una niña ante una función de títeres.

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-¡ Ruega por su alma, Señor! ¡Se nos fue! ¡Qué dolor!
-Una joven tan hermosa…. tan amiga de juegos, risas, y de inocentes y joviales bromas…
Murmuraban entre lágrimas y suspiros una y otra vez.

-Lucy, Lucy… ¡no es posible! ¡No, no puedes marcharte! ¡No puedes dejarnos sin ti, dulce y hermosa náyade!

Pero, si estoy muerta ¿cómo es que estornudo y me muevo? Y ¿cómo es que estas gentes en su dolor por mi muerte no me conmueven lo más mínimo? Ah, ahí veo a mi querido Quincy, casi el más alto de todos; y al lado mi abuela, la celestina más activa de Whitby. Y también está ahí ese anciano estrafalario llegado de no sé qué lejano lugar, con ese acento tan divertido. Hum, no recuerdo bien su nombre… ¿ Abraham Van Hestings? ¿Hastings? ¿Hostings? Tal vez. Y ¡oh sí! junto a él están el doctor John Seward y mi marido, ese macho maravilloso con el que las noches y los días se nos iban en un febril y animal deseo, completamente satisfecho, cada día y en cada momento… ¡Qué apuesto! Arthur es tan guapo que, miradlas, incluso en el funeral de su esposa posee un selecto grupo de señoras revoloteando a su alrededor en espera de poder meterse en su lecho, ocupando mi lugar aún caliente. ¡Ja ja ja! ¡Estúpidas lágrimas!.

-No creo que la mevrouw Lucy debiera estar aquí, dokter Seward.

-Cuidado, profesor, Arthur le ha oído.


-¡Por el amor de Dios, profesor Van Helsing! ¿No puede respetar nuestro dolor al menos durante el funeral de mi esposa?

–Ja, señor Holmwood… no hay mucho tiempo. El día expirará pronto hoy. Mire…

Ese hombre brusco y extranjero indicó a mi marido con su índice hacia el oval, y único, ventanal del panteón, por donde entraba un resplandor azul y desvaído que anunciaba efectivamente el final del día. Y por ese mismo motivo, iba yo poco a poco volviendo jubilosamente a la vida.

-¿Qué extraña enfermedad tenía la señora Holmwood, profesor Van Helsing? He oído que apenas le quedaba sangre en sus venas.

-Vampiros. ¡Oh, no hay mucho más que decir! Ya no, desafortunadamente, señor Morris.

-¿Vampiros? Pero dígame, profesor ¿no fue su dignísimo colega Gerard van Swieten, el que rechazó abiertamente en su informe Vampyrismus, la existencia de estos seres, tachándolos de barbarismo, superstición e ignorancia?

–Ja, ja, estimado dokter Seward. Hace ya casi un siglo de ello, y entonces la emperatriz Maria Teresa de Austria, de una forma u otra, quería terminar con esas epidemias de vampiros que asolaban las aldeas de Serbia y Moravia. Van Swieten se equivocó. Lucy es la prueba viva de ello.

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Basta, basta ya de cotilleos; basta de habladurías, pensé mientras me incorporaba dentro de mi cómodo ataúd, que no obstante ya me estaba resultando asfixiante. Al hacerlo, al incorporarme allí, enmedio del monumental panteón propiedad de mi familia, con tanta gente y justo al finalizar una oración por mi alma pecadora, hubo gritos desgarrados, desmayos, carreras a toda velocidad para dejar atrás aquella espantosa visión de una muerta resucitada durante su propio funeral. Todos, Quincy, Van Helsing, John Seward, intentaron reducirme con sus cruces, sus pestilentes ajos, y sus ridículos exorcismos. ¡Boberías! Por idiotas entrometidos y, sobretodo, por mi hambre carnívora, perecieron al momento gracias a mi rapidez y fuerza de «no muerta», y a mis mortíferos colmillos. En tanto todo esto ocurría en un instante, mi marido, ese macho alazán, alto cual pared, fuerte y hermoso, me miró con los ojos a punto de salirse de sus órbitas. Pero no huyó. Fue el único que ni se desmayó ni salió corriendo por la puerta presa del pánico. Tampoco quería destruirme, como ese horrible fantoche holandés de Abraham Van Helsing pretendía. Arthur se acercó a mi, labios temblorosos, mano al revólver, la frente empapada en sudor, pero altivo y arrogante como siempre; aunque, de puro terror, la voz no podía salir de sus labios. Mientras me miraba, entre horrorizado y amoroso, Arthur balbuceó:

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-Lucy… Lucy, ¿eres tú…? ¿Qué dios o qué demonio te ha devuelto la vida?

-Nunca has creído ni en dioses ni en demonios, Arthur querido. Soy yo, Lucy, tu amada esposa. Y soy lo que soy.

-¡Lucy! Mi amor, mi locura, mi reina… has vuelto… ¡o yo he perdido el juicio!

-No, por cierto, querido mío. Ven… ¿ no quieres venir a mi? Soy tu esposa y tengo frío. Ven, Arthur. Mírame ¿acaso no sigo siendo la mujer más bella que vieron tus ojos, esposo mío?

-Estás aún más bella que antes, amor. Tu hermosura no deja de atraerme con un poder hipnótico…, pero al mismo tiempo que te deseo de esta manera brutal, insoportable hasta más allá del dolor, te temo, y mis cabellos se erizan al verte en ese ataúd.

-¡Oh, Arthur! Ven…

-Lucy, vida de mi vida, voy a ti incluso si con eso me llevas de cabeza al infierno.

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Cuando Arthur se acerca a mi, me envuelve entre sus brazos en un halo de susurros de deseo y de amor, de besos desbocados, de apasionadas caricias. Recuerdo su sangre inundando mi boca, mis colmillos afilados y puntigudos entrando en su garganta. Y recuerdo el momento en el cual su pecho dejó de latir.

-Lucy…, amor mío, por fin…

Y al momento, cuando sentí caer pesadamente el poderoso cuerpo de mi marido contra el suelo, ya completamente exánime, el conde Drácula, el ser que me había convertido en lo que era, vino a buscarme. Y así salimos juntos a la noche tibia, a pasear entre las húmedas flores rumbo a la aldea.

Ada, en Dos Hermanas.Dibujos: Ada.

Fuentes:  Gerard van Swieten, Vampyrismus, 1768  Drácula, de Bram Stoker, 1897.  Vampiros. Bestiario de ultatumba, de Javier Arries. Editorial Zenith, 2007.  Magia Posthuma, blog de Niels K. Petersen.

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Ada García escritora y colaboradora habitual de albacetealdia.es

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